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Padres e hijos en la montaña rusa de la adolescencia en el siglo XXI

Algunos estudios señalan que hoy en día, y sobre todo en el mal llamado primer mundo, una persona recibe al día tantos inputs como alguien que vivió en la edad media, a lo largo de toda su vida. Nuestro cerebro no está preparado para gestionar esta hiperestimulación, y cada uno la gestiona como puede. Muchos adultos necesitan retiros espirituales y constantes huidas hacia delante para poder sostener su día a día. En el caso de los niños y, especialmente, de los adolescentes, este constante estrés pasa especial factura.


La etapa adolescente es ya de por sí complicada de gestionar. El cerebro se va formando desde atrás hacia delante. Detrás, en concreto en el lóbulo parietal, tenemos el sistema límbico, responsable de las emociones, la sexualidad, el deseo, el riesgo y la recompensa. Delante, en el área prefrontal, tenemos las funciones ejecutivas que nos permiten controlar los impulsos, prestar atención, el juicio y la empatía. En la etapa adolescente, esa parte del cerebro todavía no está conectada al resto. Si además le sumamos el aumento de la dopamina que acentúa las ansias de aprendizaje y nuevas sensaciones, tenemos el cóctel servido. Son normales el insomnio al anochecer y el sueño por la mañana (ritmos circadianos diferentes a los del cerebro adulto), las dificultades de concentración y de organización, las explosiones emocionales, la experimentación con la propia identidad, la necesidad de aprobación por parte de los iguales, y la facilidad de sugestión y manipulación.


A estos condicionantes de base debemos añadir la presión que suponen las redes sociales. Difunden patrones que contribuyen a distorsionar la propia imagen, en un momento en el que se está experimentando, y se necesita encontrar el grupo de amigos en el que encajar y distinguirse. Un momento en el que la facilidad para sugestionarse y ser manipulados aumenta exponencialmente. Los adolescentes se comparan con patrones imposibles de belleza. Por otro lado, su patrón de aprendizaje de la sexualidad está sesgado, y viciado, por los vídeos pornográficos que miran desde muy jóvenes (por no decir pequeños). Al mismo tiempo se suman los patrones machistas de las modas musicales como el reggaetón (especialmente lo importado de países sudamericanos, donde el sexismo es aún más acusado). Tampoco ayudan a las nuevas vías de acoso escolar. Este problema ha existido toda la vida pero, actualmente, las redes sociales y el cambio de valores de una gran masa social, han incrementado sus posibilidades y su crueldad, hasta extremos que ponen sobre las víctimas una presión, mucho y mucho difícil de sostener y gestionar.


Y por si todo esto no fuera suficiente, y retomando el hilo del inicio del artículo, el estrés cotidiano bajo lo que malvivimos en las ciudades, y que tanto cuesta sostener a los adultos, está enfermando literalmente a nuestros jóvenes. La salud mental requiere de un bienestar emocional, difícil de alcanzar en esta coyuntura. Las cifras sobre incremento de los problemas de salud mental adolescente son estremecedoras. Si ya habían empezado a aumentar antes de la pandemia, son actualmente muy alarmantes.


Como último ingrediente del cóctel, tenemos todo tipo de drogas al alcance, con el agravante de su adulteramiento. Cuando surge el malestar propio de la adolescencia, con frecuencia se inician los consumos que generan una rápida adicción, y que son desencadenantes de muchos trastornos subyacentes y adyacentes. La patología dual (trastorno de conducta + adicción) es muy frecuente entre nuestros jóvenes, representando un problema de salud pública, educación y seguridad ciudadana creciente.


En el mejor de los casos, los adolescentes que van trampeando esta etapa, necesitan mucha comprensión y escucha por parte de sus padres. Hay que estar allí, resistiendo los embates de su mal humor. Acompañándoles en su malestar. Aprendiendo a detectar signos de alarma. Hablando de todo lo que les interesa o les inquieta, que no suele ser lo que nos interesa o inquieta a los padres. Poniéndonos en su sitio. Mirándolos con compasión sin perder la firmeza. La moda de los "padres/amigos" ha dado lugar a un amplio grupo de pequeños tiranos con una bajísima tolerancia a la frustración y un alto nivel de exigencia inmediata de los caprichos más nimios.


Ser padre o madre de un adolescente es hoy en día casi tan complicado como ser adolescente en la actualidad. Los códigos de comunicación cambian más rápidamente de lo que podemos abarcar, pero somos los padres quienes debemos adaptarnos a ellos. Son un buen ejemplo, los canales de comunicación. En nuestra generación, nos comunicábamos por teléfono o en persona (y quedabas en un día y una hora determinada con los amigos). Nuestros hijos no soportan hablar por teléfono. Envían audios, y cambian de planes en el último momento con toda naturalidad. Y no debemos vivirlo como una falta de respeto, sino como una manera diferente de comunicarnos y entender la vida. Éste es el reto que tenemos delante. A veces, tenemos la sensación de vivir en una montaña rusa emocional, a la que nos obligan a subir sí o sí a los hijos. Pero no podemos detenerla para bajarnos cuando ya tenemos suficiente, ni puede condicionarnos el propio estrés, sea laboral, sea personal. Debemos ser capaces de marearnos lo menos posible e incluso intentar disfrutar del trayecto y favorecer al máximo que ellos también puedan hacerlo. A veces es necesario dejar de intentar entender y sólo aceptar. Hay que aparcar las expectativas y agradecer lo que llega, tal y como llega y cuándo llega.


En definitiva, es muy importante que cuidemos nuestra salud emocional y busquemos espacios diarios para dedicar a los hijos; porque nos necesitan sanos, sensatos y presentes en sus vertiginosas vidas. Con trastornos de conducta o no, es necesario atravesar las montañas y valles de la adolescencia de los hijos, y resistir el tirón. Un día, no te das cuenta y se han hecho mayores. Han madurado al fin. Pueden entender las dificultades que han tenido que atravesar, y las que nos han atravesado a nosotros. Y entonces, sólo entonces, son capaces de darse cuenta de nuestra presencia e incondicional apoyo y, en algún momento, su agradecimiento es nuestro mejor regalo. La recompensa más preciada por este difícil pero enorme trabajo bien hecho.





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